Hablar de los derechos suena anacrónico para unos, teórico y hasta desconocido para otros. Preguntémonos por la presencia que tiene esta dimensión clave de la democracia, para luego hacer lo mismo en espacios diferentes de la sociedad.
El gobierno de Ollanta Humala (2011-2016) ha establecido las políticas de inclusión social como uno de los ejes rectores de la lucha contra la pobreza y desigualdad. Estas políticas sociales han generado programas que se han enfocado en las poblaciones de extrema pobreza, con un énfasis en un enfoque técnico que busca diferenciarse de políticas anteriores de corte clientelar. La participación ciudadana fue considerada desde el 2000 en la transición democrática como un criterio de organización de la política pública y como una forma de control social. Pero esta dimensión se ha diluido o alejado de su origen o simplemente no se aplica. Esto deviene de una combinación de elementos, de un lado por la tendencia del gobierno anterior y actual de no enfatizar en ella y, por otro, coincide con un sentido pragmático de varios sectores populares que valoran la participación solamente si los resultados esperados tienen un carácter inmediato. Perspectiva que además va en contra de las dinámicas de participación, donde los resultados, más que algo garantizado por el Estado, representan una promesa a lograr sujeta a los vaivenes políticos, donde la participación supone presionar por resultados. Como escribió Sinesio López: “el ejercicio del derecho ciudadano a la participación sirvió en el Perú para el proceso de reconocimiento de los otros derechos”[2].
Esta forma de no valorar la participación ciudadana revela una mirada en la que no se ve al Estado como el que tiene que velar por mis derechos, sino como aquél que tiene que responder a mis necesidades. Es más, si mis necesidades son urgentes, no voy a malgastar mi tiempo en una aventura que puede no llegar a buen puerto. ¿Quién me asegura una respuesta? Ni la autoridad ni yo como ciudadano. En los sectores populares que tienen esta visión, el lenguaje de los derechos está poco presente, y en todo caso, su discurso se construye sobre sus demandas inmediatas que, sin embargo, les podría llevar a ejercer derechos aunque no esté en su discurso. Destacan así grandes bolsones de la población que coinciden con un Estado que promueve políticas que apuntan a satisfacer carencias o demandas, y si son carencias se trataría de sectores de pobreza extrema. Es decir, esta política pública ve al poblador como un beneficiario antes que como un ciudadano del Estado.
Lo descrito antes no es un juego de palabras o conceptos, sino que más bien revela una manera como se da la relación entre el Estado y la sociedad, sin una perspectiva del ejercicio de derechos que, como dijimos, no quiere decir que no se desarrollen en los hechos. Pero asumir una perspectiva de derechos en el Estado implicaría una dimensión de reconocimiento expreso de quiénes son y cómo son en particular los sectores a atender por la política, y a buscar establecer no solo los programas de atención, sino hacerlo en condiciones de trato igualitario. Pero la distancia entre el Estado peruano y muchos sectores de la población es tal, que su sola presencia bajo un programa determinado trae consigo un factor de reconocimiento del poblador, por el Estado, como recipiente de la política que se imparte, pero no necesariamente como un ciudadano pleno, con voz y con formas de sentir y ser propias.
Una problemática que representa una gran interrogante respecto a la postura del Estado peruano en relación con los derechos humanos tiene que ver con el trato a los pueblos indígenas con, entre otras cosas, la ley de Consulta previa, promulgada en el 2011, pero que ha sufrido muchos reveses al punto que está paralizada[3]. Y aunque se hayan hecho algunas consultas, no se han dado hasta ahora pasos para su sostenibilidad, por ejemplo: el no haber reemplazado al vice ministro de Interculturalidad y no publicar la base de datos de los pueblos indígenas. Una política deja de existir, incluso aunque esté aprobada, cuando no tiene las herramientas para su gestión. Además, esta política supone una amplia discusión sobre sus alcances, no solo en el caso de las empresas extractivas sino de los grandes proyectos de infraestructura, como carreteras e hidroeléctricas, que se desarrollan en zonas donde viven poblaciones indígenas.
El tema anterior es muy recurrente porque el modelo económico que prima se basa en la gran inversión extranjera, orientada a la extracción de recursos naturales (minerales, gas, petróleo) y construcción de mega proyectos. No se trata de una política marginal, al contrario, representa una que incluye a sectores diversos de la población indígena que han tenido y tienen poca relación con el Estado y, por otro lado, contempla políticas de inversión que son claves para el crecimiento económico, donde el Estado tendría que simultáneamente garantizar el respeto a las partes y cómo se canalizan los recursos para un desarrollo sostenible. La gran perspectiva del desarrollo sostenible tiene a los derechos como una pieza clave, e incluye a las partes mencionadas como piezas de un rompecabezas, que cooperan y no que solo jalan agua para su molino, como ocurre mayormente. Pregunto: ¿qué instrumentos institucionales debieran elaborarse para que el Estado peruano garantice el respeto a los pueblos indígenas?, ¿cómo los pueblos indígenas podrían no dejarse manipular? y ¿cómo las empresas extranjeras se ubican con estas poblaciones de modo activo en el esquema actual de desarrollo sostenible?
Recientemente los conflictos han disminuido en número y se deben mayormente a razones económico-sociales, lo que tiene que ver directamente con el crecimiento económico que aumenta las expectativas salariales (médicos, enfermeras, trabajadores estatales etc.), o de distribución de recursos económicos (canon, fondos de compensación) debido a la presencia minera[4]. De otro lado, el Estado mediante la PCM ha perfilado su política de prevención de conflictos sociales que, según sus documentos, enfatizaría la prevención al mirar al conflicto como una oportunidad y la promoción del diálogo mediante el establecimiento de las mesas de diálogo y desarrollo. Este nuevo enfoque trata de articular con los gobiernos regionales para que ellos se involucren en la solución. Es prematuro hablar de los resultados, sin embargo resulta interesante que se incluyan instancias provinciales y regionales en la resolución de los conflictos, dado que están más próximos a la población. Pero queda la pregunta de si los gobiernos regionales o provinciales hacen parte de un sistema mayor y cuentan con unidades de diagnóstico y resolución de los conflictos o básicamente cumplen un papel de intermediarios con el Estado central o con las empresas.
Aunque se hayan hecho algunas Consultas, no se han dado hasta ahora pasos para su sostenibilidad.
Mayormente la población tiende a ser solidaria con los sectores en conflicto, de hecho una gran desconfianza en el Estado les lleva rápidamente a empatar con los que protestan; sin embargo, también ocurre que cualquier desinformación que hable negativamente de los demandantes lleva también a la distancia, con lo cual vemos que el apoyo no es seguro. Para quienes están lejos del conflicto, son los medios de comunicación quienes ejercen un gran peso al darnos una versión de ellos y, generalmente, con pocas precisiones respecto a los protagonistas y contexto. Por otro lado, el ejercicio de la fuerza contra los manifestantes sigue siendo justificado legalmente, aunque tampoco eso está bien visto por la población. En la mayor parte de las descripciones de los conflictos encontramos a “los protestantes”, no así a “los ciudadanos que demandan” o que tienen voz para explicarse. Si a eso se suma que “los protestantes” bloquean un camino o pista, corren el riesgo de ganarse rápidamente la oposición de la población.
Si bien la población en general tiende a reconocer cada vez más sus derechos, vemos como este lenguaje no es usado ni exigido muchas veces en el trato del día a día. Eso se constata en el uso de los servicios de transporte público o de salud o de justicia; por eso tampoco sorprende que los peruanos y peruanas no nos sintamos como ciudadanos, pues para que eso ocurra habría que aumentar el alcance y cambiar el trato que otorgan estos servicios. Vemos pues que hablar de la violación de nuestros derechos humanos no implica mirar la represión justificada o no legalmente, lo vivimos en el día a día. Para que se respeten los derechos necesitamos cambiar las formas de tratarnos e ir hacia la perspectiva ciudadana de los derechos que alimente y organice las formas de relación entre el Estado y la sociedad, de tal modo que el ser humano y su dignidad estén en el centro de todo y no sea como ahora el objeto del poder de los demás.
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[1] El nombramiento de la Congresista Martha Chávez, del fujimorismo, como responsable de la Comisión de Derechos Humanos en el Congreso representa un pésimo signo sobre el valor que dan los congresistas a los derechos humanos.
[2] LÓPEZ, Sinesio. “Ciudadanos reales e imaginarios: concepciones, desarrollo y mapas de la ciudadanía en el Perú”. Lima, IDS, 1997.
[3] TORRES, Javier. “Política indígena la deriva”. Lima, Diario 16, 25 de setiembre 2013. Allí explica que los vacíos de esta política tienen que ver con la decisión presidencial de sacar adelante el proyecto Camisea, que implicó un impase con el vice ministerio de Interculturalidad en la aprobación del EIA, porque compromete la vulneración de derechos de pueblos indígenas en esa zona.
[4] ARELLANO, Javier. “Resurgimiento minero en Perú: ¿una versión moderna de una vieja maldición?”. Colombia Internacional # 67, enero-junio 2008, pp.60-83
Rosa Alayza
Instituto Bartolomé de las Casa. Docente en la Pontificia Universidad Católica del Perú.